Disertación efectuada por el Dr. Edward Bach en Southport,
febrero de 1931
Venir esta
tarde a dar
esta
disertación no ha sido
para mí nada fácil. Ustedes son miembros de
una asociación médica, y yo he venido como médico: sin embargo la medicina
de la quiero hablar está tan lejos del parecer
ortodoxo de hoy, que hace que
haya
poco en esta
hoja de papel que tenga
que ver con el olor del consultorio
privado o del hospital, tales como
los conocemos al presente.
Si ustedes, como seguidores de Hahnemann, no se hubieran adelantado enormemente a los que predican las enseñanzas de Galeno, y la medicina ortodoxa de los últimos dos mil años, tendría bastante miedo de hablar de este tema. Pero las enseñanzas de su gran Maestro y de sus seguidores han arrojado tanta luz sobre la naturaleza de la enfermedad, y allanado el camino que conduce a la curación correcta, que estoy seguro de que están preparados para acompañarme un trecho más en ese camino, y contemplar aún más las glorias de la perfecta salud, y la verdadera naturaleza de la enfermedad y la curación. La inspiración de Hahnemann hizo que la humanidad pudiera ver la luz
en
la oscuridad del materialismo,
cuando el hombre había llegado ya tan lejos que consideraba a la enfermedad como un problema puramente
material que tan sólo podía ser curado por medios materiales. El, como Paracelso,
sabía que si nuestros aspectos espirituales y
mentales están en armonía, la enfermedad no puede existir: y se dedicó a buscar remedios con que tratar a nuestras mentes, trayéndonos de este modo la
paz y la salud. Hahnemann realizó
un gran progreso y nos hizo avanzar un buen trecho en el camino, pero disponía
sólo de una vida para realizar
su obra, por eso nos
toca a nosotros continuar sus investigaciones donde las dejó: y añadir más a la estructura de la perfecta curación, cuyos fundamentos ya había creado, y
tan
dignamente había empezado la
construcción. El homeópata ya ha dejado de lado muchos de los aspectos innecesarios y poco
importantes de la medicina
ortodoxa, pero aún tiene
que avanzar
más. Yo sé que ustedes desean ir más adelante, ya que ni el conocimiento del pasado ni del presente
es
suficiente para el que
busca la verdad. Paracelso y
Hahnemann nos enseñan a no prestar demasiada atención a los detalles de la
enfermedad, sino a tratar
la personalidad, al hombre interno, sabiendo que si nuestras naturalezas
espiritual y mental están en armonía la enfermedad desaparece.
El gran fundamento de su edificio es la enseñanza
fundamental que debemos continuar. Lo siguiente que percibió Hahnemann fue
cómo producir esa armonía, y encontró que entre las drogas y
remedios de la vieja escuela, y entre los elementos y plantas que seleccionaba, podía invertir su acción por medio de la potentización, (en homeopatía se denomina potentizadón o dinamización al doble proceso de dilución y agitación
(o sucusión) al que
se somete a un
medicamento para aumentar
su potencia energética. [T.]), de
modo que la misma sustancia que daba lugar al envenenamiento y los síntomas de la enfermedad podía -en mínimas cantidades- curar aquellos síntomas particulares cuando eran preparadas por este
método especial. Así formuló la ley
que dice lo semejante cura lo semejante [similia similibus
curantur]: otro gran principio fundamental de la vida. Y nos dejó continuar la edificación del templo, cuyos primeros planos le habían sido revelados. Si seguimos en esta línea de pensamiento, la
primera gran conclusión a la que llegamos es que la enfermedad es ese mismo lo semejante cura
lo semejante: ya que la enfermedad es el resultado de una actividad errónea. Es la consecuencia
natural de la desarmonía entre nuestros cuerpos y nuestras Almas: es lo semejante cura lo semejante porque
es
la enfermedad misma
la que detiene e impide que nuestro comportamiento erróneo llegue
demasiado lejos, y, al mismo tiempo, es una
lección que nos enseña
a corregir
nuestra
dirección y armonizar nuestras vidas con los dictados de nuestra Alma. La enfermedad es el resultado de una
forma errónea de pensar y actuar, y
desaparecerá cuando la pongamos en orden. Cuando la lección del dolor, el sufrimiento y
el
pesar esté aprendida, la enfermedad desaparecerá automáticamente
porque ya no tendrá sentido su presencia. Esto es lo que
Hahnemann, de forma
incompleta, quería
decir con lo semejante cura lo
semejante.
AVANCEMOS OTRO TRECHO EN EL CAMINO
Una nueva y gloriosa perspectiva se abre ante nosotros, y aquí vemos que la curación verdadera puede
ser
obtenida, pero no apartando lo equivocado con lo equivocado, sino reemplazando lo
equivocado por lo correcto:
lo bueno sustituye a lo malo,
la luz reemplaza a la oscuridad.
Llegamos así a comprender que ya no debemos combatir la enfermedad con la enfermedad: ya no podemos oponer a la enfermedad productos de la enfermedad; ya no podemos intentar apartar las
enfermedades con las sustancias que
las
causan. Por el contrario,
resaltemos la virtud opuesta
que eliminará el error. La farmacopea
del futuro cercano contendrá
sólo aquellos remedios que tienen el
poder sacar lo bueno, eliminando todos aquellos cuya única cualidad
es oponerse a lo malo.
Es cierto que el odio puede ser conquistado con un odio aun mayor, pero sólo puede ser curado por
el
amor; la crueldad puede ser prevenida con una crueldad aún mayor, pero sólo es eliminada
cuando se han desarrollado las cualidades de compasión y
piedad; un miedo puede desaparecer y eliminarse
en
presencia de otro aún mayor, pero la cura verdadera
de todos los miedos es el valor perfecto. Y, por este motivo nosotros, los
que pertenecemos a esta escuela de medicina, debemos
concentrar
nuestra atención en estos maravillosos remedios que han sido colocados por Dios en la naturaleza para nuestra curación, entre los que se encuentran las benéficas y exquisitas plantas e
hierbas del campo. Es obvio y fundamentalmente erróneo decir que lo semejante cura lo semejante.
Hahnemann tenía una
concepción de
la verdad bastante
correcta, pero la
expresó de
un modo incompleto. Lo semejante puede
fortalecer a lo semejante, lo semejante
puede repeler a lo
semejante,
pero
en la curación
verdadera
lo
semejante no puede curar
a
lo
semejante. Si
escuchamos las enseñanzas de Krishna, Buda o Cristo, veremos que
siempre se dice que lo bueno
vence a lo malo. Cristo enseñó que no nos resistamos al enemigo, que
amemos al enemigo y
bendigamos a quien nos persigue... no existe
lo similar cura lo similar. Y así, en la verdadera cura- ción, y también en todo avance espiritual, debemos siempre buscar el bien que aparte el mal, el
amor que conquiste
el odio y la luz que disperse la oscuridad. Debemos evitar todos los venenos,
todo lo dañino, y utilizar sólo los remedios directamente buenos y beneficiosos. Sin ninguna duda, Hahnemann se esforzó en transformar, a
través de su método de potentización, lo erróneo en
correcto, lo venenoso en virtud, pero es mucho más simple y directo utilizar los remedios que
benefician y hacen bien. La curación,
por encima de todas las cosas y
leyes materiales, es de origen Divino, no está atada a
nuestros convencionalismos
o patrones comunes. Por
tanto, debemos elevar nuestros ideales, pensamientos
y aspiraciones
a
esos gloriosos y
soberbios dominios que nos enseñaron y mostraron los Grandes Maestros. No se piense ni por un momento que esto es una
crítica a la obra de Hahnemann; por el contrario, él indicó las leyes fundamentales, las bases; pero
sólo disponía de una vida, y
si hubiera podido habría llegado a estos mismos resultados. Nosotros
sólo hemos continuado su obra, llevándola hasta la
siguiente etapa natural. Consideremos ahora por
qué la
medicina debe cambiar inevitablemente. La ciencia
de los últimos dos mil años
ha
considerado a la enfermedad un factor
material que puede ser eliminada por medios materiales: esto, por supuesto, es absolutamente falso. La enfermedad del cuerpo, tal y como la conocemos, es
un resultado, un producto final, una primera etapa de algo mucho más profundo.
El origen de la
enfermedad está por
encima del plano físico, cerca del mental. Es por entero el resultado de un conflicto
entre
nuestro
yo espiritual
y nuestro yo
mortal. En tanto
éstos estén en
armonía,
gozaremos de
salud perfecta: pero cuando estén en discordia
aparecerá
eso
que conocemos como enfermedad. La enfermedad es única y simplemente un correctivo: no es un castigo ni una crueldad;
pero es el medio que adoptan nuestras Almas para señalamos nuestras
faltas, para evitar que sigamos cometiendo grandes errores, para evitar que se produzcan otros males, para llevamos de vuelta al sendero de la Verdad y
la Luz, del cual nunca debimos habernos apartado.
La enfermedad es, en realidad, para
nuestro bien, para
nuestro beneficio, ya
que podríamos evitarla si
sólo tuviéramos el entendimiento correcto, combinado con el deseo de
hacer el bien. Cualesquiera sean los errores que
cometemos, éstos reaccionan sobre nosotros mismos,
causándonos infelicidad,
incomodidad o sufrimiento, de acuerdo a su naturaleza. El objetivo reside en enseñarnos el efecto
perjudicial de
una acción o un pensamiento equivocados; y, al producir similares resultados sobre
nosotros mismos, nos muestra cómo causamos aflicción a los otros, lo que es contrario a la Grande
y Divina Ley del Amor y la Unidad. Para la comprensión del médico, la enfermedad misma señala la naturaleza
del
conflicto. Quizá
sea mejor ilustrar esto dando algunos ejemplos, para
aproximarlos
más
a la idea de que no tiene importancia la enfermedad que
se sufra, porque es la desarmonía entre uno y
la Divinidad interior, y
de que se está cometiendo alguna falta, algún error, que nuestro Yo Superior está tratando de corregir. El dolor es el resultado de la crueldad que causa dolor en los
otros, ya sea mental o físico: pero podemos estar seguros de si se sufre dolor, al buscar en uno mismo se
encontrará
como
causa alguna
acción o pensamiento crueles presentes en nuestra
naturaleza.
Quitémoslo y
el
dolor cesará. Si se sufre de alguna rigidez en las articulaciones o
miembros, podemos estar igualmente seguros de que hay alguna rigidez en la mente, de que se está
sosteniendo rígidamente alguna idea, algún
principio o convencionalismo
con el
que
se debe romper. Si se sufre
de asma, o de
dificultades respiratorias, se
está de alguna manera
asfixiando a otra
persona, o se carece del valor suficiente
para hacer
lo correcto, sofocándose uno mismo. Si se malgasta, es porque
se permite
que alguien impida a la fuerza vital entrar
en
el cuerpo. Incluso la parte
del
cuerpo afectada indica la naturaleza de la falta. La mano, una falta
o error en la acción; el pie, una falta de asistencia a los demás; el brazo, una falta
de control; el corazón, deficiencia o
exceso, o una actitud errónea en aspectos amorosos; el ojo, una falta de percepción, indicando que no se
quiere ver la verdad colocada ante
uno. Y así, igualmente, se
puede
averiguar la razón y
naturaleza de una enfermedad: la lección que el paciente debe aprender y su necesaria corrección.
Demos una ojeada, por el momento, al hospital del futuro. Será un santuario de paz, esperanza y
alegría. Sin prisas ni ruidos, enteramente libre de todos los terribles aparatos y artefactos de hoy, del olor a los antisépticos y anestesias, libre de toda cosa que sugiera enfermedad y sufrimiento. No se
molestará el reposo del paciente
para
efectuar
frecuentes tomas de temperatura, que
se verá libre de los diarios exámenes con el estetoscopio y
de punciones que le imprimen sobre la mente la naturaleza de su
enfermedad. No se
le tomará constantemente
el
pulso para sugerir
que su corazón late con demasiada aceleración. Pues todas estas cosas evitan la misma atmósfera de paz y calma
que es tan necesaria para que el paciente tenga una rápida recuperación. Tampoco habrá necesidad
de laboratorios, pues el análisis microscópico de
los detalles ya no tendrán ninguna
importancia, cuando se
comprenda por entero que es el
paciente el que
debe ser tratado y no la enfermedad.
El objetivo de todas estas instituciones es tener una atmósfera de paz, de esperanza, de alegría y
de confianza. Todo lo que haga será para estimular al paciente a olvidar su enfermedad, a esforzarse por mejorar; y al mismo tiempo a corregir cualquier falta de su naturaleza, a comprender la lección
que debe aprender. Todo será estimulante y maravilloso
en el hospital del futuro, de modo que el
paciente buscará ese refugio, no sólo para aliviar su enfermedad, sino también para desarrollar el deseo de vivir mucho
más en
armonía con los dictados de
su Alma de lo que ha hecho
hasta ahora.
El hospital será la madre del enfermo; lo cogerá en sus brazos, lo tranquilizará y confortará, le dará
esperanza, fe y valor para superar sus dificultades. El médico del mañana sabrá que él, por sí
mismo, no tiene el poder de curar, pero que si dedica su vida a servicio de sus semejantes, a estudiar
la naturaleza humana para poder, en parte, comprender su sentido; si desea, con todo su corazón,
aliviar el
sufrimiento,
y
renuncia a todo para ayudar
al enfermo,
luego
puede
utilizar
su
conocimiento para guiarlo, y el poder de curación para aliviar sus dolores. E incluso entonces, su poder
y
habilidad
para ayudarlo
crecerá
en proporción
a
la
intensidad de su deseo
y
de
su
disponibilidad para servir. Debe comprender que la salud, como la vida, es de Dios, y sólo de Dios, que
él y sus remedios son simples instrumentos y
agentes del Plan Divino para ayudar al sufriente a
volver a la senda de la Ley Divina. No tendrá interés en la patología o en la anatomía mórbida, pues
su estudio será de la salud. No tendrá importancia para el médico que, por ejemplo, la insuficiencia
respiratoria sea causada por el bacilo de la tuberculosis, el estreptococo o cualquier otro organismo: pero será muy importante saber por qué el paciente sufre de dificultades respiratorias. Tendrá poca
importancia saber qué válvula del corazón está dañada, pero será vital descubrir de qué manera el paciente ha desarrollado equivocadamente aspectos de su amor. Los rayos X ya no serán utilizados
para examinar la articulación artrítica, sino
que más bien
se investigará en
la mentalidad del paciente para descubrir la rigidez en su mente. La prognosis de la enfermedad ya no dependerá de los signos y
síntomas físicos, sino en la habilidad del paciente para corregir esta falta y armonizarse con su Vida Espiritual. La formación del médico englobará un profundo estudio
de la naturaleza humana, una gran percepción de lo puro y lo perfecto,
y una comprensión del estado Divino del
hombre, y el conocimiento de cómo asistir a quienes sufren, de manera que su relación con su Yo Espiritual vuelva a ser armónica y pueda llevar nuevamente concordia y salud
a su personalidad.
Debe ser capaz, a partir de la vida e historia del paciente, de comprender el conflicto causante de la
enfermedad o desarmonía entre el cuerpo y el Alma, y así dar el consejo y el tratamiento necesarios para el alivio del sufrimiento. También tendrá que estudiar la Naturaleza y sus Leyes: dialogando
con Sus Poderes Curativos podrá utilizarlos en
beneficio y provecho
del paciente.
El
tratamiento del mañana despertará esencialmente cuatro cualidades
del paciente:
Primero, paz; segundo, esperanza; tercero, alegría; y
cuarto, confianza. Todo el ambiente que le rodea, así como la atención que se preste al paciente, conducirán a este fin. Al rodear al paciente en
una atmósfera de salud
y luz, se apoyará su recuperación.
Al mismo
tiempo, los errores
del paciente, luego de ser diagnosticados, le serán señalados, y ahora puede darle asistencia y apoyo
para que pueda superarlos. Además de
esto, estos maravillosos remedios, que han sido Divinamente
enriquecidos con poderes curativos,
serán administrados para abrir esos canales que más limitan la
luz del Alma, de manera que el paciente pueda ser sacado a flote
con la virtud
curativa.
La
acción
de
estos remedios
es elevar nuestras
vibraciones y
abrir nuestros canales para la recepción de nuestro Yo Espiritual, hacer aflorar nuestra
naturaleza con la particular virtud que
necesitamos, y lavamos de la falta que causa el mal. Son capaces, como una música maravillosa, o cualquier otra cosa magnífica que nos inspire, de
elevar nuestra naturaleza, acercamos a
nuestra Alma y, precisamente a través de esa forma de actuar, nos traen la paz y el alivio de nuestros
sufrimientos. No curan atacando la enfermedad, sino inundando nuestros cuerpos con las
maravillosas vibraciones de nuestra Naturaleza
Superior, en cuya presencia el mal se disuelve como
la nieve bajo la luz del sol. Y, finalmente, estos remedios deben cambiar la actitud del paciente hacia la enfermedad y la salud. Se debe acabar para siempre con la idea de que el alivio
de una enfermedad se puede comprar con oro o plata. La salud, como la vida, es de origen Divino, y
sólo puede ser obtenida por Medios Divinos. El dinero, el lujo o
los viajes pueden hacer que, de puertas
para afuera, parezca
que podamos comprar una mejoría
de nuestro ser físico, pero todas estas cosas nunca
nos proporcionarán la
verdadera salud. El paciente
del mañana
debe
comprender que él, sólo
él,
puede lograr el alivio de sus males, aunque pueda recibir consejo y
ayuda de un hermano mayor que lo asistirá en su esfuerzo. La salud existe cuando hay armonía perfecta entre el Alma, la mente
y el cuerpo; y esta armonía, sólo esta armonía, es lo único que debe ser obtenido para lograr la curación. En el futuro, ya no se sentirá el orgullo de estar enfermo; por
el
contrario, las personas se sentirán avergonzadas de su enfermedad como de
un crimen. Y ahora quiero explicarles dos
condiciones que probablemente dan surgimiento a
muchas más enfermedades en este país que cualquier otra causa. Son
los dos grandes errores de nuestra civilización: la
codicia y la idolatría.
La enfermedad nos ha sido, por supuesto, enviada como correctivo.
Nos la vertemos por entero sobre nosotros mismos: es el resultado de nuestra errónea manera de pensar y
actuar. Pero si podemos corregir nuestras faltas y vivir
en armonía
con el Plan Divino, nunca seremos asaltados
por la enfermedad.
En nuestra civilización
la codicia se sobrepone a todo.
Es la codicia por bienestar,
rango,
posición, por honores mundanos,
comodidad, popularidad; sin embargo no es
de ésta que debemos hablar, porque es, en
comparación, inofensiva. Lo peor de todo
es la ambición por poseer a otro individuo. Es cierto que esto está muy extendido entre nosotros, que lo consideramos
como algo correcto y
apropiado; sin embargo, esto no mitiga el mal, pues desear la posesión o influencia sobre otro individuo o personalidad es
usurpar los
poderes de nuestro
Creador.
¿Cuantas
personas
podría
encontrar
entre
sus
amigos
o
familiares que
sean
realmente libres?
¿Cuántas no están atadas, influidas o controladas por otros seres humanos?
¿Cuántas de ellas
podrían afirmar cada día, cada mes, cada año, que "únicamente obedecen a los dictados de su Alma
y que le son indiferentes las
influencias de otras personas"? Y, sin embargo, cada uno de nosotros
es un Alma libre que solamente debe responder a Dios por sus
acciones y, ¡ay!, incluso por sus
pensamientos. Posiblemente la más grande lección de la vida es aprender a tener libertad. Libertad
de las circunstancias, el ambiente, otras personas, y
principalmente de nosotros mismos, ya que en
tanto no seamos libres seremos absolutamente incapaces de darnos por entero y servir a nuestros semejantes. Analicemos ahora si sufrimos una
enfermedad o cualquier
otra penuria, si nos vemos rodeados por familiares o amigos .que molestan, si vivimos
con personas que nos
dominan y ordenan, que interfieren con nuestros planos e impiden nuestro progreso: todo es culpa
de nuestro modo de obrar. Dentro de
nosotros existe una tendencia a
frenar la libertad del otro, o una ausencia
de valor para proclamar nuestra propia individualidad, nuestro derecho a nacer. En el momento en que demos completa libertad a todo lo que nos rodea, cuando ya no sintamos deseos de atar y
limitar, cuando ya no esperemos nada de los otros, cuando nuestro único pensamiento sea
dar, dar y no tomar, entonces nuestras ataduras caerán y romperemos
las cadenas, y por primera vez en nuestras vidas conoceremos la exquisita alegría
de la libertad perfecta.
Libres de todas las
restricciones humanas, serviremos diligente y jubilosamente sólo a nuestro Yo Superior. Tanto se
ha desarrollado el ansia de
poder en Occidente, que
se hace necesaria la
aparición de graves
enfermedades para que la gente reconozca el error y
corrija su comportamiento; y de acuerdo con la
severidad y el tipo de dominio de uno sobre otro, debemos sufrir en tanto continuemos usurpando
un poder que no pertenece al hombre. La libertad absoluta
es nuestro derecho de nacimiento, y solamente la podemos alcanzar cuando le concedamos esa libertad a cada Alma viva que aparezca
en
nuestras vidas, puesto que, en verdad, recogemos lo que sembramos, y
que "Con
la medida con que medís, seréis medido". Exactamente como interrumpimos en la vida de
una persona, sea
esta
joven o anciana, eso debe repercutir sobre nosotros. Cuando limitamos sus
actividades, encontraremos nuestro cuerpo limitado por la rigidez; si, además, les causamos dolor y sufrimiento,
debemos preparamos para padecer lo mismo hasta que nos hayamos enmendados: no existe enfermedad, por severa que sea, que no sea necesaria para revisar nuestras acciones y alterar
nuestras maneras.
Aquellos de
ustedes que padezcan bajo el domino de otro, anímense, pues eso significa
que han alcanzado la etapa en el avance en que se les enseñará a obtener la libertad: y
del
mismo dolor y el sufrimiento aprenderán a corregir las propias faltas; los problemas desaparecerán tan pronto cómo
se hayan reconocido y corregido estos errores.
Para llevar esto a cabo es necesario practicar la más exquisita de las suavidades: nunca se puede herir de palabra o hecho a
una persona. Pensemos que todas las personas trabajan para
su propia salvación, aprendiendo durante la vida aquellas lecciones
útiles para la perfección de su propia Alma; y lo deben hacer por sí mismas. Deben tener sus propias experiencias, aprender a sortear las trampas de la vida y, por su propio esfuerzo, encontrar
la senda que les conduzca a la cima de la montaña. Todo lo que podemos
hacer, cuando tenemos un
poco más de conocimiento y experiencia que nuestros jóvenes, es conducirles suavemente. Si nos
escuchan, muy bien; si no lo hacen, debemos esperar pacientemente hasta que posteriores experiencias les enseñen sus errores, y entonces quizá vuelvan a nosotros. Deberíamos aspirar a ser tan suaves, tan tranquilos, tan pacientemente
útiles como para movemos entre nuestros semejantes como un soplo
de aire o un rayo de sol; siempre listos para ayudarles si nos lo piden,
pero nunca forzándoles seguir nuestros puntos de vista. Y ahora quisiera hablar sobre otro gran impedimento a la salud que es, hoy
en
día, muy común, uno de los grandes obstáculos que los médicos encuentran
en
su labor de curar. Un obstáculo que es una forma
de idolatría. Cristo dijo: "No
podéis servir a Dios y a las riquezas", y
sin embargo, el servicio al dinero es una de las piedras con que tropezamos
más
a menudo. Había una vez un glorioso y magnífico ángel, que se apareció a San Juan, y San
Juan cayó de rodillas en adoración. Pero el ángel le dijo: "No te arrodilles ante mí, soy tu siervo, y
el
siervo de tu hermano. Adoremos a Dios". Y, sin embargo hoy, miles de personas no adoran a
Dios, si siquiera a un
ángel poderoso, sino a
un ser humano. Puedo asegurarles que
una de las mayores dificultades que debemos vencer es el endiosamiento a otro mortal. Qué habitual es esta
expresión:
"Debo preguntarle a mi padre, a mi hermana, a mi marido..."
¡Que
tragedia! Pensar que un Alma
humana, en el desarrollo de su evolución divina, deba parar
a pedir
permiso a sus compañeros de ruta, la humanidad, el mundo en su conjunto.
¿A quién cree que debe su origen, su ser, su vida... a un compañero de ruta
o a su Creador? Debemos comprender que únicamente debemos
responder de nuestras acciones, y
de nuestros pensamientos ante Dios, y
ante
Dios solamente. Y, de hecho, estar influido, obedecer los deseos, o considerar los
deseos de otro mortal es una
verdadera
idolatría. Su penalidad es severa, nos ata con cadenas, nos coloca en prisiones, confina nuestra
vida; y eso es así porque no nos merecemos otra cosa, si obedecemos las órdenes de un ser humano, cuando todo nuestro ser debería obedecer una sola orden: la de nuestro Creador, quien nos dio la
vida y el entendimiento. Pueden estar seguros de que los individuos que se sienten obligados con su mujer,
sus hijos o su padre o
sus amigos son idólatras,
que sirven al
dinero y no
a Dios.
Recuerden las palabras de Cristo:
"¿Quién es mi madre,
y quiénes son mis hermanos?", que significa que cada uno de nosotros, por pequeño e insignificante que sea, está aquí para servir a
nuestros semejantes, a la humanidad, al mundo entero, y ni siquiera por un instante debemos seguir los dictados y
órdenes de otros seres humanos contra cuyos deseos sabemos se alzan las órdenes de nuestra Alma. Seamos los capitanes de nuestras Almas, seamos los maestros de nuestro destino (lo que significa dejar que nuestro yo sea gobernado y guiado por entero, sin dejarse dominar o guiar
por ninguna persona o circunstancias, por la Divinidad interior), viviendo siempre de acuerdo con
las
leyes de, y respondiendo sólo a, el Dios que nos Dio la vida. Y ahora quisiera señalar un punto a
su atención. Piensen siempre en la orden que Cristo dio a sus discípulos: "No
resistáis al que es malo". La
enfermedad
y
los
errores no se conquistan
por
medio de la lucha
directa,
sino
remplazándolos
por lo que es bueno. La oscuridad desaparece con la luz, no por una oscuridad mayor: el odio por el amor,
la crueldad por
la compasión y la piedad, la
enfermedad
por la salud.
Todo
nuestro objetivo reside en reconocer nuestros
errores y esforzarnos en desarrollar la virtud que se les opone, y así éstos se fundirán igual que la nieve al sol. No luchen contra sus problemas, no batallen contra sus enfermedades, no combatan contra sus flaquezas; lo mejor es olvidar todo esto y
concentrarse en el desarrollo de las virtudes necesarias. Y ahora, resumiendo, podemos reconocer la enorme importancia que tuvo la
homeopatía en la lucha contra las enfermedades en
el
futuro.
Ahora es cuando hemos comprendido
que la enfermedad en sí misma es lo semejante cura lo semejante, que nosotros mismos somos los culpables de la enfermedad, que ésta aparece para
corregimos
y
para nuestro bien
último, que podemos
evitarla
si
aprendemos las
lecciones necesarias, y si corregimos nuestros errores antes de sufrir una necesaria lección más severa. Esta es la continuación natural de la gran obra de
Hahnemann. La consecución de esa línea
de pensamiento que se
reveló a él, conduciéndonos un paso más adelante
hacia la perfecta comprensión de la enfermedad y la salud, y esta es la etapa en que debemos superar el vacío entre lo que él dejó y el
ocaso de hoy, hasta que
la humanidad haya alcanzado el estado de progreso que le permita
recibir directamente la gloria de la Curación
Divina. El médico juicioso que escoja bien sus remedios de las benéficas plantas de la naturaleza, divinamente enriquecidas y bendecidas, será capaz de asistir
a sus pacientes, de abrir aquellos canales que permitan una mayor comunión entre el Alma y el
cuerpo, y así el desarrollo de las virtudes necesarias para eliminar todas las faltas. Esto llevará a la
humanidad una esperanza de curación real, combinada con
progresos mentales y espirituales.
Para
los pacientes, será necesario que estén preparados para enfrentarse a la
verdad, a saber
que la enfermedad es única y exclusivamente debida al fruto de los propios errores interiores, al igual que
el
precio del pecado es la muerte. Tendrán que tener
el
deseo de corregir
sus faltas, a
vivir una vida mejor y
más útil, y a saber que la curación depende de sus propios esfuerzos, aunque puedan ir al médico para que los guíe y ayude en sus problemas. La salud no se puede obtener con oro,
igual que
un niño no puede comprar su educación: no hay ninguna suma de dinero capaz de enseñar a un alumno a escribir, debe aprender por sí mismo, guiado por un
maestro experimentado. Y
exactamente así
es
el comportamiento de
la salud. Hay dos grandes mandamientos: "Ama a Dios y a tus semejantes". Desarrollemos nuestra individualidad de forma
tal
que podamos conseguir una
completa libertad para servir a nuestra Divinidad interior y, únicamente,
a esa Divinidad. Y demos a los demás absoluta
libertad, y sirvámosles de la manera que podamos según los dictámenes de nuestra Alma,
siempre recordando que aumenta nuestra propia libertad, y ésta hace aumentar nuestra capacidad para servir a nuestros semejantes. Por esto debemos enfrentarnos al hecho de que somos los culpables de nuestro propio sufrimiento, y de que la única cura es corregir nuestras faltas.
Toda verdadera
curación aspira
a ayudar al paciente
a poner en armonía
su Alma con su mente y cuerpo. Esto sólo lo puede hacer por sí mismo, aunque el consejo y
la ayuda de un hermano experimentado pueda ser de gran ayuda para él. Tal y como Hahnemann lo expuso, toda curación que no parta del interior
es
inocua. Toda aparente curación del cuerpo obtenida por medios materiales, obtenida sólo por la acción de otras personas, sin autoayuda, puede ciertamente lograr un alivio físico, pero sin armonizar nuestra Naturaleza
Superior, las lecciones quedarán sin resolver,
y los errores no habrán sido erradicados. Es horrible pensar en todo el conjunto
de curaciones artificiales y superficiales obtenidas por medio del dinero y
los métodos erróneos de la medicina, métodos erróneos porque simplemente suprimen los síntomas, dan un aparente alivio,
sin eliminar la causa. La curación debe proceder de nuestro interior, y
con
el conocimiento y
corrección de nuestros errores, al armonizar nuestro ser con el Plan Divino.
Y dado que nuestro Creador, en Su misericordia, ha colocado ciertas hierbas Divinamente enriquecidas para asistirnos en nuestra victoria, busquémoslas y
utilicémoslas para mejor nuestra capacidad, para así escalar la montaña de nuestra evolución, hasta el día en que alcanzaremos la cumbre de
la perfección. Hahnemann había reconocido la
verdad de lo semejante cura lo semejante, que en realidad significa
curar la acción
errónea: la verdadera curación es un estadio superior a éste; el amor y todos sus atributos expulsan lo equivocado. En la correcta curación no debemos utilizar nada que alivie
al
paciente de su propia responsabilidad, debemos adoptar
sólo los medios que le ayuden a superar sus
errores. Ahora sabemos que
ciertos remedios de la farmacopea
homeopática tienen el poder
de elevar nuestras vibraciones, dotándonos así de una mayor unión entre nuestros yo mortal y Espiritual, y sanando a través de
esa gran armonía
así
producida. Y finalmente, nuestra
labor es trabajar para purificar
la farmacopea, y
añadirle nuevos remedios, hasta que contenga sólo aquellos que son beneficiosos y edificantes.
Título original: Ye Suffer From
Yourselves
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